jueves, 5 de octubre de 2017

PRIMER PREMIO:
BARRO EL LOS ZAPATOS
Autor: Alberto Porras Echevarría (Madrid)



El trapecista mira a su compañera de espectáculo, a su pareja artística y esposa desde hace al menos diez años. La mira y en sus pupilas color caoba adivina el brillo de las grandes tardes, un resplandor que anuncia que el momento de actuar es inminente, que en un minuto todo se desata, que ya no hay vuelta atrás. El trapecista toma la mano de su mujer y acaricia su nuca. Tres besos en la mejilla, dos en la nariz, uno en la boca: el ritual que precede a cada número, ese ritual que llevan repitiendo una década como si fuera una inexcusable liturgia. Ahora cierra los ojos. El olor a arena y algodón de azúcar llega hasta arriba y se mezcla con un olor a sudor, el que su propio cuerpo empieza a segregar. Abajo, la música de organillo y el creciente cuchicheo del público. Pero él no escucha. Él sólo se concentra. Y repite mentalmente la actuación, esa actuación que ha estudiado tantas veces durante el fin de semana; esa actuación que bajo ningún concepto puede salir mal. Con los ojos cerrados repasa el ejercicio y visualiza el momento cumbre, la voltereta y media de su mujer para que él la sujete por los pies sobre el trapecio. En la grada serán cientos de corazones encogidos, un murmullo de asombro resonará bajo la carpa: saber entonces que es su turno, que le toca, que llega el momento en el que no puede equivocarse. Y se visualiza a sí mismo haciendo lo que necesita para que el de esa noche sea un número perfecto: fallar en la recepción. Dejar que ella se escurra entre sus manos. Abandonarla al vacío. Luego ya sólo escuchar el grito ahogado, ser testigo de la fatal caída, disfrutar del brutal impacto.

Y el impacto será de verdad brutal, porque en el número de esta tarde no habrá red. Así se lo sugirió el día anterior a su compañera de espectáculo, a su pareja artística y esposa desde hace al menos diez años.
–Llevamos una década juntos, ¿por qué no hacemos mañana algo especial? Un más difícil todavía. Un todo o nada. Circo en estado puro.
–A ver, sorpréndeme –la media sonrisa de ella y esa mirada expectante.
–Quitemos la red.
Unos ojos color caoba se ensancharon.
–¿Quieres actuar sin red?
Él no responde, sólo asiente, el rostro serio. Un rostro que se ensombreció de forma irremediable el día anterior y que ya no abandonaría esa funesta pátina.
–Como quieras –y el gesto de indiferencia de su mujer al tomar la revista y comenzar a pasar páginas.
“Como quieras”, repitió él mentalmente en el sofá del saloncito de la caravana. “No muestra ilusión por nada”. Luego entregó una sonrisa amarga y volvió al pensamiento perpetuo, ése que no dejaba de repetirse en su mente y atormentarlo desde el día anterior como una inacabable letanía: “me engaña”.

Y es que el viernes él había salido a estirar las piernas.
–Vuelvo enseguida –había dicho, pura rutina, el paseo de cada tarde por el recinto ferial. Pero esta vez la excursión se acortó más de la cuenta, la lluvia de la noche anterior había sembrado el suelo de charcos. Los zapatos se enfangaban un poco más a cada paso, el paseo convertido en un caminar plomizo, un chocolate pringoso allá por donde pisara, “mejor darse la vuelta”, pensó. En la caravana lo recibió un rostro que no era el de su mujer, más bien se asemejaba al de un espectro. Respiración agitada, boca rígida, ojos tan abiertos, esos ojos de un color caoba que entonces parecía enturbiado, convertido en un naranja sucio, amarronado, como el barro que ensucia unos zapatos. Ella se escapó a la cocina para evitar su presencia. “No me esperaba tan pronto”, pensó él de forma mecánica. Después la siguió arrastrando esos zapatos manchados de barro. Lo hizo como quien persigue a una nube negra. En la cocina no pudo evitar preguntárselo:
–¿Qué ocurre?
Ella hace un movimiento brusco, el vaso de agua casi se resbala entre sus dedos. Parpadean repetidas veces dos ojos de un color caoba enturbiado, convertido en un naranja sucio, amarronado, como el barro que ensucia unos zapatos.
–¿Qué va a ocurrir? –y esa forma atropellada de dirigirse a la nevera, de abrirla fingiendo buscar cualquier cosa, de cerrarla con un innecesario portazo. Él se retiró sin preguntar más. “Un día te das cuenta de que tus zapatos tienen barro y cuando vuelves a casa ya nada es igual”; la reflexión se abrió paso entre sus pensamientos revelándose como una extraña certidumbre. Fue en el momento de entrar al dormitorio para buscar sus zapatillas de felpa cuando lo percibió. En realidad, lo olió. Ese tufillo a sudor, a urgencia, a desenfreno: ese ambiente cargado imposible de ignorar. Un aire ajeno, enrarecido, que lo condujo a mirar la cama casi sin pensarlo, como si no hubiera otra acción más lógica que aquélla tras encontrarse envuelto en ese olor. La cama presentaba un aspecto desastrado: la almohada torcida, la colcha abollada, la sábana asomando por debajo, como si se le hubiera encargado a un niño que se ocupara de arreglarla. Él permaneció unos segundos mirándola. Después acarició la colcha, quizá para ver si el contacto con ella le proporcionaba alguna pista, le desvelaba algún detalle. No hizo falta. En el momento de agacharse y buscar sus zapatillas de felpa, los vio. Bajo la cama, sobre las zapatillas, se arrebujaban unos calzoncillos. Parecían haber sido arrojados allí con prisa, de cualquier manera. Y allí seguían, como si hubieran sido olvidados. “Porque a quién le interesan unos calzoncillos cuando hay que salir a la carrera porque alguien con barro en los zapatos amenaza con descubrirte”, pensó él.

–¡Señoras y señores! ¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! Ocupen su localidad y no pestañeen en los próximos minutos porque van a presenciar un espectáculo único…
El aplauso del público llega hasta arriba sazonado con gritos de júbilo. El corazón del trapecista se acelera. La saliva se seca en su boca. El apretón de mano de su mujer.
–Con ustedes una pareja inimitable, una pareja impredecible, dos personas que no conocen sus propios límites. Ella, ágil como una pantera; él, fuerte como un toro…
Y es escuchar aquellas palabras y sentir que, de improviso, una realidad hasta entonces insospechada se muestra ante él de forma cruel e inequívoca. Cómo no lo pensó antes. El maestro de ceremonias. Aquel charlatán de feria. Aquel vendedor de humo. Con él le engañaba su mujer. Un tipo enclenque, paticorto, sin atractivo físico alguno pero embaucador como él solo. Seguro que con su palabrería la fue llevando a su terreno hasta engatusarla. Ese maldito trilero. Porque, desde luego, él era más apuesto que aquel pintamonas, de eso no cabía duda, pero el tipo tenía esa virtud soltando la lengua: imposible batirlo ahí. Ojalá tuviera él ese don de palabra, las cosas le habrían ido mejor en la vida. Y también con su pareja. Cuántos malentendidos se habrían evitado. Cuántas discusiones absurdas. En aquel momento, mientras escuchaba al tipo explayarse con el discurso que presentaba el número, no podía negar que envidiaba la capacidad verbal de ese buhonero. A saber qué le habría contado a su mujer para conquistarla. Encima el muy cínico había hablado con recochineo, pues le había comparado con un toro. “Fuerte como un toro” había dicho el muy cabrón, como si él no fuera a captar la indirecta, como si no supiera que lo había dicho por los cuernos. “En cuanto ponga un pie en la arena te voy a descuartizar, te vas a tragar cada palabra, pero antes te vas a tragar el micro”, pensó.
–…fuerte el aplauso para la Pareja Cósmica!
Ahora un clamor proviene de la grada, la reverencia de los dos hacia el público, cada uno se separa, los trapecios se balancean. Y todo da comienzo.

Son las primeras piruetas y mientras sostiene el peso de su mujer, el trapecista siente un ligero temblor en los músculos de los brazos. Los bíceps flaquean como si esta vez le costara más esfuerzo sujetar el peso de ella. Demasiada tensión estos días. “Te haces viejo”, piensa por un momento. También el hecho de haber sido presentado así por aquel bocazas, “con la fuerza de un toro”; precisamente la fuerza nunca había sido su mayor cualidad. Más bien al revés, ése era su punto débil. Ojalá fuera tan fuerte como el forzudo, por ejemplo. Entonces tendría más seguridad en los ejercicios. También en su relación de pareja.
–Antes marcabas más los bíceps, tienes que hacer un poco de gimnasio. Te vendrá bien ponerte en forma.
La pasada semana mientras cenaban, ella lo había dejado caer, como esa hoja seca que cae del árbol en ese gesto que tiene algo de derrota. Entonces él no respondió; rumió en silencio el comentario y trató de digerirlo como pudo. Ninguna capacidad de réplica. Aunque, para qué negarlo, aquellas palabras no lo pillaron por sorpresa. Porque él ya se había dado cuenta de que, cuando coincidían con el forzudo en la cantina, ella no dejaba de mirarlo.
–Qué brazos –, había dicho alguna vez–. Y vaya espalda. No se te ocurra discutir con él, cariño, porque éste te borra la cara de un bofetón –, y la sonrisa para acompañar sus palabras. Una sonrisa tal vez melancólica, tal vez taciturna, que enmascaraba una realidad que ella no se atrevía a manifestar: el hecho de que el forzudo se acercaba mucho más que él a su ideal de hombre. Él sabía que no podría competir con el forzudo ni en sueños. Porque nunca tendría sus músculos. Nunca tendría su potencia. Nunca tendría su extraordinaria fuerza. ¿No sería el forzudo con quien se la pegaba su mujer? Era una opción muy factible, ella nunca había ocultado su admiración por ese cuerpo. “Ese poderío físico”, como solía decir. ¿No se había referido a él en una ocasión como un prodigio de la naturaleza?

Un doble volteo vertical sobre el trapecio, la figura del Cristo invertido, los músculos en tensión, la sangre desciende a la cabeza. Ahora el trapecista puede ver al público con detenimiento. Unos cuantos se levantan para jalear la acrobacia. Al fondo distingue a algunos compañeros que no han querido perderse la actuación. Distingue al domador, orillado en la grada. Gran amigo suyo, el domador. Un tipo que no conocía el miedo, que no se arrugaba ante nada.
–Hay que tenerlos bien puestos para meter la cabeza en la boca de un león, como haces tú –, solía decirle. Él sonreía en silencio, como si se cohibiera ante el halago por pura timidez. Era una gran persona el domador, quizá su mejor amigo, pero esquivo en el diálogo. Un hombre de pocas palabras. Y es ahora cuando él piensa si no será tan poco comunicativo porque tiene algo que ocultar. Cuando alguien es tan callado es porque algo encierra en la boca, un secreto que le impide dialogar con normalidad. Algo de verdad inconfesable, algo que jamás podría contar, ni siquiera a su mejor amigo. “No”, piensa por un momento. “Él nunca lo haría”. Pero aquel pensamiento le conduce de inmediato a otro: la noche en la que oyeron los golpes. Aquel ruido que los sobresaltó a su mujer y a él en la caravana mientras dormían y los sacó del sueño a ambos.
–¿Qué ha sido eso?
Un balbuceo de él como respuesta. De nuevo el ruido.
–La puerta –insistió ella, ahora su voz más alarmada–. Alguien la está forzando.
–Habrá sido el viento, mujer –fue su patética contestación.
–¿Cómo que el viento? ¿No sales a mirar?
Y él no había salido.
–Vamos a esperar un poco–, eso fue todo lo que arriesgó a decir. Y allí permaneció, en la cama, pegado a su mujer, conteniendo la respiración y esperando. Porque si se levantaba y alguien andaba fuera, si alguien acechaba y lo oía, podía provocar algo peor, pensó. En el supuesto de que se tratase de un ladrón, huiría; pero, ¿y si se trataba de un psicópata? ¿De alguien que sólo buscara saciar su sed de sangre? Entonces sería terrible, porque si el psicópata sabía que había gente dentro de la caravana intentaría entrar a toda costa. ¿No había sido en un circo de Parla donde unos gamberros afeitaron a la mujer barbuda? ¿Y en un circo rumano donde asaltaron la caravana del hombre zancudo y allí mismo lo mataron, a golpes con sus propios zancos? ¿No habían degollado al tragafuegos en un circo portugués? Mejor esperar en la cama, cualquiera se arriesgaba a que lo oyeran. Además, su corazón empezaba a enloquecer, seguro que quien fuera que estuviera allí escucharía su respiración agitada si él se aproximaba a la puerta. Entonces la ansiedad de esa persona por entrar aumentaría. Salir sería exponerse, cavar su propia tumba. Por supuesto, no dijo nada de eso a su mujer, sólo dejó pasar los segundos, ella cruzada de brazos y mirándolo, él suplicando porque el ruido no se repitiera. Y el ruido no se repitió.
–Me parece increíble que seas capaz de saltar en un trapecio y no te atrevas a acercarte a una puta mirilla–: el comentario de ella antes de tumbarse de nuevo en la cama, darse la vuelta con un gruñido y tirar de las sábanas.
Esa noche él ya no pudo dormir. Cómo hacerlo después de encajar esas palabras. Y a su memoria vino una y otra vez la figura de su amigo el domador. Porque él sí que era un hombre valiente, alguien al que nada lo asustaba. En aquel momento tuvo una sensación de envidia sana, pero esa sensación ahora había cambiado. Porque entonces nunca pensó que su mujer y él… No, cómo pensarlo de su mejor amigo. No lo pensó entonces pero ahora tenía otra perspectiva, la que ofrecían unos calzoncillos encontrados bajo la cama. Y la imagen de su mujer y el domador juntos le parecía ahora muy plausible. Ella con su mejor amigo, ese hombre osado y sin temor alguno, no como él, un gallina, un asqueroso cobarde que ni siquiera era capaz de levantarse a mirar por la mirilla. El domador sí que era capaz de cualquier cosa, capaz incluso de engañar a su mejor amigo con su mujer y hacerlo sin ningún tipo de escrúpulos.

Ahora ella hace dos piruetas sobre el torso del trapecista. Un giro final en el aire y él la recoge entre los brazos; la cascada de aplausos llega en oleadas hasta el trapecio. Las piruetas son de una ejecución perfecta, ella las había depurado gracias a los consejos del contorsionista. Desde que él le enseño aquellos trucos para desentumecer los músculos y corrigió algunos de sus movimientos, el ejercicio de su mujer casi alcanzaba la perfección.
–Qué majo, no le importa emplear su tiempo libre en ayudarme con la flexibilidad –le había explicado ella. Entonces él la había escuchado distraído, casi sin prestar atención. Convino con su mujer en que el contorsionista era un buen compañero. Demasiado bueno, pensaba ahora sobre el trapecio. ¿Quién dedica tantas horas a alguien si no es para obtener algo a cambio? Porque durante un par de semanas los dos estuvieron practicando a diario: ella iba a la caravana del contorsionista todas las tardes, sin faltar un solo día.
–Es increíble la flexibilidad que tiene –le había dicho una vez –. Me ha enseñado cómo entrena sus posturas.
¿Qué tipo de posturas le enseñaría aquel patachicle? ¿Y dónde se las habría enseñado? Porque él imaginaba todo lo que sería capaz de hacer ese sujeto al practicar sexo, cómo no imaginarlo. Míster Costillas de Goma. Ahora pensaba en él y enrojecía de envidia. Si al menos él tuviera la mitad de su elasticidad muscular, o un poco de su flexibilidad, haría enmudecer a su mujer en la cama. Posturas inimaginables, números sexuales sólo vistos en películas, prácticas lujuriosas sólo vividas en los sueños más húmedos: el Kamasutra sería una broma de seminaristas comparado con lo que él le haría. Pero no era posible. Porque él no tenía las capacidades corporales de aquel tipo, ni siquiera se acercaba a ellas. Por desgracia, él estaba mucho más limitado. Un abuelillo al lado suyo. Y es evidente que, durante esos días de entrenamiento, su mujer habría advertido la potencia sexual del contorsionista, el inagotable abanico de posturas que aquel hombre podría hacer. Quién no resulta atraído por una virtud de ese calibre. ¿Cómo podía competir él con eso? De ninguna forma. En realidad sólo podía hacer una cosa: asumir que el contorsionista lo superaba con creces en el terreno sexual, lo aventajaba como hombre y, con toda seguridad, lo engañaba con su mujer.

Ella hace un doble salto mortal que provoca la ovación del público. Él la ha sujetado con firmeza. Por unos segundos están cara a cara, contemplándose los dos al vaivén del trapecio. Es la acrobacia que precede al momento final, pronto la última pirueta del número, cuando él la dejará caer, cuando todo acabará entre ellos. Sus ojos color caoba lo observan; él los juzga mustios, sin ningún atisbo de ilusión. “La ilusión hace tiempo que se secó entre nosotros”, concluye. Ella retorna a su trapecio, el rostro grave, una boca inexpresiva. “Antes no era así”, piensa él. “Era risueña. Sembraba la vida de sonrisas. Ahora es como una flor marchita”. Y hace tanto tiempo que lo piensa, lo mucho que le gustaría hacerla reír, ser capaz de arrancarle una sonrisa. Porque últimamente no se ríe nunca. Y él alguna vez lo intentó, puso todo de su parte para conseguir que ella riera pero no resultó. Sus esfuerzos desembocaron en malos chistes, charlotadas chuscas, chascarrillos sin gracia alguna: el rostro de ella enrojecido de pura vergüenza. Y es que él no estaba dotado para el humor. Era incapaz de hacerla reír. Si tuviera las habilidades cómicas del payaso… Él sí que era todo un experto. En alguna ocasión los había hecho llorar de risa a los dos, “por favor, para ya” había dicho ella entre lágrimas, “eso no me lo dices cuando no está delante tu marido”, y entonces la carcajada general, los tres retorcidos en las sillas de la cantina, el estómago que empezaba a padecer de agujetas a causa de la risa. Ahora recordaba el momento y le parecía que el comentario del payaso no tenía ninguna gracia. Es más: le parecía un comentario mezquino. Un comentario miserable. Porque una cosa es que alguien te engañe con tu mujer aprovechando que has salido a dar un paseo, una cosa es que alguien se tire a tu mujer en tu propia cama, pero otra todavía peor es hacer bromas sobre ello. Hacerlas delante de ti y delante de tu mujer. Recochinearte. Eso es ser mucho más que un traidor: es ser un malnacido. Y el trapecista tiene tiempo de imaginarlo, apenas necesita tres segundos para imaginar los comentarios que circularían entre sus compañeros: “cornudo por culpa de un payaso”, “engañado con un simple bufón”, “humillado por un vulgar cuenta chistes”. También tiene tiempo de masticar la paradoja: alguien acostumbrado a hacer reír a todo el circo había provocado que ahora fuera él el hazmerreír del circo entero.

Es el momento de máxima concentración, esos segundos en silencio que anuncian la última acrobacia. Ella ha cerrado los ojos y antes de que los vuelva a abrir él tiene tiempo de pensar en el acróbata. Ese hombre tan parecido a él, ese que parece su hermano pequeño. Ella siempre lo decía y tenía razón; el acróbata era un poco más bajo y fornido, pero ambos se asemejaban mucho. Alguna vez los confundieron en el recinto ferial. Quizá por el hecho de practicar sus números en el suelo, el acróbata siempre le pareció alguien con los pies en la tierra, mucho más centrado que él, con la cabeza menos dispersa. Un hombre maduro. Ni que decir tiene que su mujer podría preferirlo antes que él; de hecho, mientras la observa sobre el trapecio, está seguro de que es así, y de que ella le engaña con el acróbata, que en aquel momento ha desbancado al maestro de ceremonias, al forzudo, al domador, al contorsionista y al payaso como principales sospechosos. Ahora piensa en el acróbata y en el parecido que comparten, un parecido que traspasa el aspecto físico y alcanza la forma de vestir. Esas chaquetas de cuero, esas camisas de cuadros, esos pantalones ajustados... Hasta en los calzoncillos compartían gustos, porque los que encontró bajo la cama eran los del acróbata pero bien podrían ser suyos. ¿No eran casi iguales a los que le compraba su mujer? La misma marca, la misma tela, el mismo color... Y por un momento el trapecista contempla una posibilidad hasta entonces no considerada: que se tratara de sus calzoncillos. Que no fueran de nadie más. Que la infidelidad de su mujer sólo estuviera en su imaginación. Porque al fin y al cabo él sólo se ausentó unos minutos cuando salió a pasear, diez minutos a lo sumo, eso fue lo que debió durar el paseo. Diez minutos escasos y en ese tiempo es muy difícil, casi imposible hacer nada. Tendría que haber sido alguien muy rápido, velocísimo, casi supersónico el que... Y es en el instante en que su mujer abre los ojos cuando la culpa le vence por haber dudado de ella, por planear contra ella una venganza despiadada e injusta, y al buscar un mejor apoyo su pie izquierdo titubea, da un paso en falso y resbala sobre el trapecio. Resbala su pie izquierdo como un zapato manchado de barro. Ahora un baile de borracho, gritos desde la grada, los inútiles aspavientos para mantener el equilibrio, la inevitable caída. Dos ojos color caoba lo ven caer con espanto. El impacto contra la arena desata el horror del público. En la grada, la expresión de algunos compañeros: la impotencia del domador, la conmoción del equilibrista, las lágrimas del payaso, la sonrisa del hombre bala.



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