EL INEXORABLE DESTINO DE JOAO OLIVEIRA
Autora: Aída Rodríguez Agraso (Cádiz)
A Nuria no le
sentaban bien las amanecidas. Quizás porque aún estaba a medio dormir cuando ya
pisaba la luz apenas pespunteada en la humedad de los adoquines, quizás porque
en realidad quería pisar otros adoquines más exóticos o lejanos, o quizás
porque prefería soñar en lugar de tener sueño, no se puede decir que anduviera
la manzana escasa que separaba su coche de la puerta de la biblioteca con el
brío de una lagartija. Más bien balanceaba su cuerpo, rechoncho pero hermosamente
proporcionado, con las trazas de una tortuga, intentando eternizar lo
inevitable. Porque era inevitable, sí. Tenía que cruzar el dintel, señalizar
oficialmente su entrada, llegar a su mesa, encender el ordenador, preparar
bolígrafos y esperar, entre solícita y resignada, la llegada de los usuarios
que dieran sentido a esas siete horas y media que tenía frente a sí, marcadas
minuto a minuto en el reloj que reinaba en la arisca columna central de la
estancia.
El reloj hacía
tronar su mantra en la estancia, tic, tac. Los primeros quince minutos eran
siempre eternos como una condena. Nuria entretenía el compás del tiempo mirando
la imagen que se reflejaba en la pantalla negra del ordenador y que era la suya
propia, con su pelo corto y moreno tiznado con reflejos caoba, sus ojos grandes
y redondos de muñeca de porcelana, sus mofletes tiernos como bollos de canela.
Oteaba también el parvo horizonte de su
alrededor, pero por mucho que se empeñaba nada, ni objeto ni sombra, ni
telaraña ni termita, registraba el más mínimo cambio de un día para otro. La
silla con ruedines y Nuria sentada en ella, las mesas frente a las demás
sillas, los ordenadores sobre las mesas, las lámparas junto a los ordenadores,
amanecían cada día exactamente en el mismo sitio, como los anaqueles y los
libros, colocados como en un tetris, en un orden férreo impuesto de forma
concienzuda pero incomprensible. Nuria recordaba perfectamente el esfuerzo que
se vio obligada a desplegar para entender aquel maremágnum de volúmenes señalizados
con unas pegatinas que no solo amenazaban la integridad de sus lomos, sino que
solo respondían, tozudos como asnos, a un código insondable creado para aquella
biblioteca, de forma que los más avezados profesionales de otras latitudes no
lograrían encontrar ni siquiera los libros más vendidos y, por lo mismo, los
más solicitados por el público. A fuerza de toparse con la sección de deportes
cuando buscaba la de ciencias exactas y de ojear los libros de manualidades en
lugar de los de narrativa, Nuria logró descifrar aquel galimatías pergeñado no
se sabía muy bien por qué o por quién -alguien maligno sin duda y contrario a
difundir el conocimiento, pensaba siempre-, y además enriqueció su sabiduría
convirtiéndose en una experta en todo tipo de juegos de equipo y en cabuchones
e hilaturas, en bodoques y ganchillo tradicional, que practicaba no solo en su
casa, sino incluso cuando la biblioteca estaba desierta.
En esas estaba,
ya absorta en sus labores, con la aguja engulliendo un hilo de algodón egipcio
del número 5 y ofreciendo a cambio un oso de ademanes amigables, cuando notó el
parloteo sobre las losas de unos andares cortos y lentos, como temerosos de
quebrar las piernas a las que pertenecían en una revuelta del camino. A Nuria
le gustaba jugar a un entretenimiento creado por ella, algo así como un Por sus pasos les conoceréis, y antes de
elevar los ojos certificó mentalmente que estos eran sin duda los de Joao
Oliveira, un hombre enjuto y alargado como una espiga, de trato correcto pero
agradable, cuyas presumibles carencias económicas no le impedían ir siempre con
su pantalón largo perfectamente planchado, no menos que su camisa, que parecía
confeccionada con papel de fumar y a la que solía proteger de la intemperie un
jersey de cuello de pico similar al de los tenistas antiguos. Cubría sus
basamentos con zapatos de amarrar lustrosos como el caparazón de un escarabajo
y engalanaba su cuello, como collarino de capitel, un pañuelo brillante que
blindaba sus cuerdas vocales. Su atuendo, en fin, era más que digno y
escamondado en su vejez. La bibliotecaria guardó con apremio la labor en el
cajón de la derecha de su mesa y, abriendo luego el de la izquierda, le tendió
un bolígrafo y el papel donde debía apuntar sus datos, la fecha y la hora de
entrada y salida, para poder acceder al servicio de Internet, mientras le
dedicaba una esmerada salutación. Buenos días, qué guapo te veo, le decía
Nuria, quien por su carácter era dada a encariñarse con la gente y a repartir
galanterías aunque no las recibiera a cambio.
Y ese era el
caso. Joao Oliveira se limitaba a responderle con un estoico buenos días,
acompañado, eso sí, por una medio sonrisa ladeada, a modo de galán castigador
de película del oeste. Porque aunque era de pocas palabras había otras que
decía en silencio, una comunicación no verbal llena de gestos que delataban que
a Joao le agradaba la zalamería de Nuria y la sonrisa grande, llena de dientes,
con la que esta le obsequiaba cuando entreabría la puerta de la biblioteca.
Nuria no estaba muy segura de que fuera así, pero no podía evitar que Joao le
cayera especialmente bien. Era correcto en el trato, talante del que carecían
otros usuarios, y además era pulcro en el manejo de los libros y silencioso
como un pez de plata. Tenía, en conjunto, una educación que ella agradecía en
el fondo y en las formas. Y además mostraba un incuestionable gusto por la
escritura, a la que se dedicaba desaforadamente algunos días, y una notable
inclinación hacia las novelas de aventura y policíacas, desde Robert Louis
Stevenson y Julio Verne a Agatha Christie o Gastón Leroux. Libros que ella
adoraba porque le inocularon el sabor de la literatura en el adn, y que de vez
en cuando rescataba para recordar aquellas primeras tardes de lectura en el
rincón del corredor de su casa natal, con el sol intentando quebrar la frontera
de los helechos para colarse por los ventanales, el suelo de ladrillo
refrescándole las piernas sobre las que descansaba el libro, el viento de
levante abrazándola con su cálido aliento, y ella, que aún era muy pequeña,
menuda y delicada pero decidida y resuelta, deletreando cada palabra con
obstinación, ca-dá-ver, y construyendo así párrafos que luego leía al completo,
“O su sueño había ti-ra-do por
de-rro-te-ros i-nes-pe-ra-dos, o... o Ma-rí-a había en-tra-do, en e-fec-to, en
el cuarto y dicho, ¡increíble!, ¡fantástico!, que había un ca-dá-ver en la
bi-blio-te-ca”.
Aquellas
palabras, esos increíble y fantástico entre signos de admiración mezclados con
la mención a un cadáver, habían despertado para siempre su fascinación y su
capacidad de asombro. Y esas eran sin duda las razones por las que estudió
Biblioteconomía y Documentación y por las que ahora estaba allí, sentada en
aquella triste biblioteca, deseando cumplir la jornada laboral que le permitía
poner un plato de alubias sobre la mesa y pagar su alojamiento y la gasolina
del coche y dedicar el resto del día a su vida de verdad, a la que había
escogido, a leer, a hacer sus manualidades, a viajar cuando las vacaciones y
los ahorros se lo permitían, a cuidar un corazón con cierta tendencia a ir por
libre y a hacer puzzles de infinitas piezas heredados de su abuelo, recreándose
en cada detalle por mucho que los hubiera visto ya mil veces.
Y así
transcurría su vida, plácida y serena, aislada de toda contaminación hostil que
pudiera detectar a su alrededor, hasta que Bermúdez y Castro inauguraron un
nuevo capítulo de su vida.
Era bien
temprano, tanto que apenas le había dado tiempo a despertar al ordenador. Nuria
estaba aperreada buscando un bolígrafo que se había empecinado en correr bajo
su mesa y se había atrincherado junto a unas pelusas, en un rincón de difícil
acceso que le obligó a adoptar una postura de gimnasta olímpica. Y una vez
capturado el díscolo y devuelta su compostura a su estado natural se lo
encontró ante su mesa. Era el inspector Bermúdez, que así dijo llamarse aquel
hombre pampringado y silente que se plantó ante sus ojos sin que ella pudiera
escrutar el sonido de sus pasos. Igualitos que los sandungueros andares del
policía Castro, que le anunciaron como bastante más joven y que parecía más
despierto, pero cuyo semblante cariacontecido le susurró a los ojos de Nuria
que no eran portadores de buenas noticias. Efectivamente, no lo eran. Nuria se
puso en pie dispuesta a escuchar la sentencia. Estaban investigando la muerte
de Joao Oliveira. Según explicó Bermúdez, los voluntarios del comedor social
llevaban varios días echándole de menos, y cuando su ausencia se convirtió en
temor a que le hubiera sucedido cualquier percance alertaron a los servicios
municipales. Bermúdez continuó narrando, con la frialdad con la que un
taxidermista desuella a un perro, que
Efectivos policiales se dirigieron al domicilio de Oliveira, un piso de renta
antigua situado a dos calles de la biblioteca, y al llamar a la puerta de su
domicilio y no obtener respuesta terminaron por forzarla. Y, siguió Bermúdez su
soliloquio, se encontraron al finado en decúbito prono frente al dormitorio,
aparentemente fallecido de causa natural, aunque había algún aspecto que
investigar antes de dar carpetazo al tema. ¿Lo conocía usted? Porque dicen en
el comedor que frecuentaba la biblio...
A Bermúdez no le
dio tiempo a terminar la frase. Las palabras, una tras otra, se clavaron como
cincel en la sensibilidad de la bibliotecaria, que es cierto que había echado
de menos en los últimos días a su más leal usuario. Un ramalazo de vértigo
sacudió a una Nuria que imaginó, como si estuviera en la primera fila de un
cine en tres dimensiones, a su Joao Oliveira como un galanzote venido a menos
pero con porte de conde duque, un maduro adonis de los callejones cayendo de
repente desplomado, su nariz rota con el impacto y exhalando su última
espiración, el suelo con trazas de la personalidad, las bacterias y los virus
enrocados en su sangre, su anatomía desdibujada en una postura atroz, la mueca
de la parca dibujada en el semblante, sin tiempo, sin más tiempo. Dicen que
cuando mueres tu vida pasa por tu cabeza en un instante, chas, resumida en
destellos efímeros pero tan perpetuos como un tatuaje. Pues todo ello lo vio
mentalmente Nuria en menos de dos segundos, los que tardó en sufrir un amago de
alferecía y en notar sus piernas fallando, dejándola caer a plomo sobre su
silla con ruedines. El mueble, al recibir la carga, no pudo evitar retroceder
unos decímetros antes de que Castro la sujetara y acometiera unas maniobras de
reanimación que lograron devolver a las mejillas de Nuria un pálpito vital,
suficiente para que empezara a recuperarse de la impresión y le ganara el pulso
al sofoco. Y ya con la respiración medio acompasada y el resuello recuperado a
base de traguitos cortos de agua Nuria asintió, Sí, le conocía, y luego
preguntó con la voz quieta y el corazón intimidándole con el amago de otro
brinco, ¿Hay indicios de asesinato?
En principio no,
afirmó Bermúdez, pero tenemos que saber la fecha y la hora de su muerte con la
mayor exactitud posible. Pero bueno, para eso están las pruebas, y dudo mucho
que yo les pueda ayudar porque poco o nada sé de su vida privada, les espetó
Nuria que, dotada de una inmensa capacidad de resiliencia, estaba ya de vuelta
al mundo de los vivos que conocen a los muertos a fuerza de lecturas
cadavéricas, pensando en los insectos y las larvas que anidan en un cuerpo
desde su primer segundo fuera de juego. Una Nuria revestida en inspector jefe,
todavía ofuscada y contrita pero también indignada por la escasa pericia que
auguraba en Bermúdez y, por omisión, en Castro, más parecida a la de Mortadelo
y Filemón que a la de Hercule Poirot o Sherlock Holmes. Señora, no saque
conclusiones apresuradas, comenzó a hablar Castro, determinado a asir las
riendas antes de que el caballo se les fuera de madre. Por supuesto que se
están estudiando las pruebas, pero mi comisario cree, apunto que con acierto
-buena jugada, Castro, pensó Nuria, así te aseguras de que el jefe te deje
continuar sin sentir amenazada su autoridad- que todo testimonio es interesante
y puede corroborar esas conclusiones. Si me permite, señor comisario, continuó
el subalterno, podríamos decirle el porqué de tanto interés y que así le quede
claro que no es que seamos tontos sino que el tema tiene su enjundia. Proceda,
Castro, admitió Bermúdez.
Y entonces el
policía le contó que Joao Oliveira había sido declarado unos días antes el
heredero de una cuantiosa fortuna encarnada en una madre con la que al parecer
tenía la misma cercanía emotiva que con las tribus maoríes, pero si resultaba
que en el preciso instante del fallecimiento de su progenitora él, en un gesto
de sincronía solo superado por la del movimiento de los planetas, decidía caer
muerto boca abajo frente a su dormitorio, el heredero no sería él sino su
hermana, segunda en la línea de sucesión de la dinastía y cuya casa estaba
separada de la de Joao por pocos kilómetros, exactamente los mismos que medía
el lago del reino de Hades e igual de inexpugnables. Pero si en ese instante el
señor Joao Oliveira seguía vivo, entonces la suma debía pasar a sus herederos,
y entonces se abría un nuevo frente porque podía haber hecho testamento. Y de
ahí nuestro afán por cerrar el caso dilucidando con pulcritud la hora de la
muerte, porque si no es así nos van a freír en los juzgados, se atrevió a
aventurar.
Las palabras
serpenteaban hacia Nuria, entraban por sus oídos y correteaban hacia los
límites de su cerebro como espermatozoides alcanzando un óvulo. Y como
respuesta, sus músculos faciales pasaron de la indignación a la extrañeza, a la
sorpresa y por último a la fascinación de niña que acaba de desenvolver un
regalo. Tenía ante sus ojos el caso del inexorable destino de Joao Oliveira. Un
caso, sí. Un caso digno de las novelas que leía de niña. Su caso, es más. Y
tuvo la intuición, podría decir que la absoluta certeza, de que por primera y
quizás última vez en su vida tenía la oportunidad de vivir una historia
insólita. Y por primera vez no se conformaba con las historias que había vivido
leyendo un libro.
Ante la mirada
pasmada de los policías -desconocedores hasta ese momento de la existencia de
una Nuria animosa, elocuente y dotada de un gran dominio de las situaciones
policiales-, la bibliotecaria, transmutada en Jane Marple, extrajo del cajón de
la izquierda de su mesa los papelajos con los datos de estancia de los usuarios
de la biblioteca. Fue al rebuscar en ellos el nombre del protagonista del
luctuoso suceso cuando reparó en su esmerada caligrafía, pulcra y metódica, con
las letras ordenándose como las notas de una cantata, en perfecta sintonía, sin
alharacas ni estridencias ni un ápice fuera de sitio, de origen fácilmente
identificable con los antiguos colegios religiosos privados, donde los alumnos
de primaria rellenaban kilómetros de párrafos de cuadernillos Rubio. No sé cómo
no me he dado cuenta antes de que fue un niño bien, se riñó a sí misma en voz
alta, y al ver la extrañeza dibujada en los ojos de los policías les explicó lo
de la caligrafía, y entonces fue cuando descubrieron con perplejidad las dotes
para hacer pesquisas de esa mujer y, de paso, que no era tan frágil como
creían.
Las anotaciones
revelaron que efectivamente esas misivas sin mensajes, solo con remitente y
destinatario, cortaban su frecuencia cuatro días antes. Y Nuria comenzó a tejer
su historia. Pues sí, contó, según dejó anotado Joao llegó el 11 de marzo a las
nueve, justo cuando abría la biblioteca, y se fue al mediodía… uy, qué extraño,
si siempre se iba a las dos de la tarde… claro, ese día además no le vi irse
porque me tuve que levantar a buscarle una novela que estaba en la sección de
Economía y cuando volví se había esfumado… qué raro todo, Joao era muy educado,
incluso anotó personalmente la hora de salida y me dejó el papel sobre la mesa,
qué raro que tuviera tanta prisa como para no despedirse, esto me huele mal
señores policías... Los uniformados asentían como robotizados, aunque en
realidad anotaban únicamente las estrellas fugaces que veían en el firmamento
de datos derramados por Nuria. 11 de marzo, nueve de la mañana, 12 horas del
mismo día. Muchas gracias por su ayuda, señorita, nos vamos, dijo en ese
instante Bermúdez. ¿Pero no quieren saber nada más? Igual puedo acordarme… No
hace falta, señorita, la madre de Oliveira falleció el 11 de marzo a las 10 de
la mañana, con lo cual este fue al menos durante dos horas heredero de la
fortuna que ahora peleará su hermana, digo yo, a falta de otros herederos
conocidos hasta el momento… pero ese es otro cantar. Nosotros a lo nuestro, que
es volver a la comisaría y redactar el informe. Buenos días.
De repente,
Nuria se vio sola. Y se sintió extraña. Eran solo las diez de la mañana, y en
ese tiempo le habían comunicado que el pobre Oliveira le había dado la mano a
Caronte, le había sobrevenido un vahído que casi arruina su estampa para
siempre, se había recuperado, había sido testigo en un caso policial y había
florecido como las amapolas en primavera. Pero de repente todo se había
desvanecido, y el tornado la había devuelto de Oz a su biblioteca sin que
mediara ninguna de las peripecias que tanto ajetreo anunciaba. Bueno, al menos
tenía una historia que contar, pensó, aunque no sabía muy bien a quién hacerlo.
Suspiró, miró a su alrededor, y se dio cuenta de que la biblioteca estaba tan
solitaria como ella. El soliloquio del reloj continuaba con su petera, erre que
erre, dando brío a un silencio que retumbaba en la cabeza de Nuria,
recordándole obstinadamente que el tiempo pasaba, que no había marcha atrás,
que cada segundo era un segundo menos que quedaba para que su contador personal
llegara a cero. Resignada a la suerte de poder tener un trabajo para poder
mantenerse a flote decidió no echar mucha cuenta al tejemaneje mental que la
estaba atosigando, con voces que le decían vete de aquí a vivir de verdad,
otras que le decían sí, claro, y de qué vivimos todas, otras que le insistían
en recordarle chica, tienes que relacionarte con más gente, y otras que decían
oye, que ella escoge lo que le da la gana. Y abrió el cajón de la derecha,
dispuesta a seguir con el oso, centrar en él su atención y, a fuerza de
ignorarlas, lograr acallar a las Nurias
que se peleaban en su interior. Y, de paso, a que se le fuera cuanto antes la
jornada laboral a base de puntos bajos. Y cuando iba a sacar el ovillito de
hilo egipcio y la aguja de gancho, la caligrafía a bolígrafo de Joao Oliveira
volvió a golpearle en los ojos.
Para Nuria,
decía el papel doblado con esmero a modo de carta. Enseguida recordó el último
día que vio al finado, ese día que se esfumó sin despedirse y que sería, de
seguro, el escogido para depositar en su cajón las últimas palabras de Joao en
la Biblioteca. Ay, malandrín, que me tenías estudiada, que seguro que sabías
que tarde o temprano sacaría las labores y encontraría tu carta, pues sí, aquí
la tengo, pensó de corrido. La primera acción de la destinataria iba a ser
leerla, pero las Nurias mentales, que desde que apareció el misterioso
manuscrito estaban todas a la expectativa, le dijeron nooooo, no la toques, igual
tiene huellas o igual puede ser una prueba en el caso. Y la mano de Nuria
retrocedió poco a poco, como en cámara lenta, y se fue meciendo en el aire
hacia el teléfono, le dio tres toquecitos, dedos corazón, anular, índice, y una
voz respondió, policía, dígame.
Nuria colgó.
Noooo, dijeron las voces. Sííííí, dijo ella, dispuesta a vivir su momento como
le daba la real gana. Y si la carta ponía Para Nuria, ponía Para Nuria, no Para
la Policía. Porque para eso me la ha dedicado. ¿O para quién era el Para Elisa
de Beethoven, para mi prima Marta? Pues esta carta es para mí y me la voy a
leer.
Estimada Nuria,
me quieren matar, comenzaba la misiva. Los ojos de la bibliotecaria se
convirtieron en dos bajoplatos que amenazaban con salirse de sus cuencas. Esta
frase, me quieren matar, había sido repujada en el papel por una mano que en
esos momentos avanzaba en su descomposición, demudado el color, las burbujas de
gas amenazando con hacerla explotar, el olor putrefacto mancillando la
estancia, encogida y deshidratada, con las uñas como principales protagonistas
de su escasa estructura. Pero entonces la sangre, espesa y oscura, con su sabor
a metal salado, circulaba por las cañerías que la mantenían vivita y coleando,
y los cinco dedos empuñaron el bolígrafo para escribir estas tres palabras que
resultaron ser premonitorias, me quieren matar. Estas y las que venían detrás
no solo desconcertaron a Nuria sino que la transportaron a un mundo, el de
Joao, en el que este se sentía amenazado por su hermana, una mujer que describió,
a grandes rasgos, como una Hidra de Lerna con falda larga, de apariencia humana
pero con la capacidad de compasión de un basilisco y la misma dulzura en la
mirada. Los tres folios que continuaban a esta confesión contaban con lujo de
detalles que se sabía heredero de la fortuna de la familia y que ambas, la
fortuna y la familia, le traían sin cuidado, pero que conocía a su hermana y
haría cualquier cosa por disfrutar de la primera, aunque esto supusiera
prescindir de la segunda. Que la causa de su fallecimiento sería descrita como
natural, muy alejada de estrambóticas o surrealistas definiciones, y que sería
finalmente empujado al abismo de la sombra por alguien que su hermana mandara a
matarle, porque dudaba mucho que su escaso conocimiento de la medicina le diera
para saber cómo lograr confundir a todo aquel que rebuscara en su organismo
algún indicio extraño. Pero ella era malvada y le quería matar, de eso estaba
Joao seguro. Tan seguro que ahí estaba, escribiéndomelo porque, decía, era la
única persona que conocía capaz de desentrañar el misterio, toda vez que su
casero era por él descrito como un hombre magnánimo y bonancible pero más bien
tirando a torpón en estas lides. Y, junto a los folios, una dirección, una
llave y una dedicatoria: se despide de ti, Joao Oliveira.
Una lágrima rodó
por la mejilla de canela de Nuria, que inesperadamente tenía la prueba material
de que sí que le caía bien a su usuario favorito. Y, empeñada en ponerle el
punto y final que merecía, decidió que ese mismo día, cuando terminara su
jornada laboral, iría a la dirección marcada a ver qué nuevo episodio le
deparaba el serial en el que Joao le había dado el papel protagonista.
Eran las tres de
la tarde cuando Nuria aterrizó en el lugar marcado con una equis en el mapa de la
vida de Oliveira: una suerte de local comercial reconvertido en trastero,
pequeño pero apañado, situado en el extrarradio y que, por su aspecto, podía
haber servido tanto de obrador como de laboratorio de éxtasis. No se imaginaba
ella a su usuario allí, empecinado en sintetizar la droga a partir de
compuestos de nombres impronunciables de más de diez sílabas, secándose el
sudor con su pañuelo de cuello mientras mezclaba las pócimas como un nigromante
y las calentaba a reflujo, con pericia y pulso de cirujano, en un aparato
inventado para lances más benignos para la humanidad. Ni tampoco le veía
haciendo bollos suizos, ensaimadas o picos camperos, con la harina percochando
sus pantalones de raya en el centro y sus zapatos de atar. No. La llave abrió
sin problemas la puerta de entrada de la edificación y le mostró que por alguna
razón que se le escapaba, y que ya nunca sabría, Joao Oliveira conservaba esa
propiedad como almacén de sus escasas pertenencias, de forma que se terminó
convirtiendo en el último reducto de una verdad con la que él temía encontrarse
y que quería revelar al mundo, un mundo personalizado en Nuria I la
Bibliotecaria.
Lo bueno que
tenía el sitio es que sus dimensiones eran abarcables y que los enseres que
custodiaba cabían en una furgoneta de reparto. En efecto, allí no había más que
una mesa y una silla imperio, un jarrón de aspecto oriental, tres cajas con
efectos personales y una lámpara de pie, eso sí, de Tiffany. Qué poco le pegaba
a su Joao una lámpara Tiffany, pensó Nuria. Pues sí, allí estaba, una obra de
arte de los años 50 con unas ciertas reminiscencias art decó que, para su
sorpresa, aún funcionaba, y que en un instante llenó la estancia de una luz
clara y tornasolada gracias a los cristales que engalanaban la pantalla. Así que
con la lámpara encendida, sentada ante la mesa, Nuria comenzó a escudriñar en
las cajas de efectos personales y a buscar, entre las bolas de alcanfor y las
flores secas de lavanda, aquello que Joao, desde el más allá, quería contarle.
Junto a varios
hatillos de cartas esmeradamente conservadas, algunas antiguas, otras no tanto,
Nuria tuvo pruebas inequívocas de que Joao Oliveira era de buena familia. De
repente, su Joao, ese hombre agradable y digno pero de vida digamos modesta,
aparecía anunciado con grímpolas de alcurnia. Un grueso y aparatoso álbum de
fotos abría su testimonio vital mostrándole como un bebé revestido con un traje
de cristianar cuya longitud y encajerío variado lo hacía similar a los de las
novias, apoyado en el regazo de una mujer adusta, poco dada a la sonrisa,
coronada con un moño alto y embutida en un vestido largo, de gasa oscura y
mangas francesas de farol rematadas, como los bajos que le rozaban las botas,
con encaje de guipur. Permanecía la mujer que había hecho heredero a Joao sentada,
y su hombro derecho sujetaba la mano izquierda de un señor de amplios bigotes y
terno de alpaca con influencia inglesa y reloj de bolsillo, que apoyaba su otra
extremidad en la cintura, en postura entre torera y desafiante, henchido de
seguridad en sí mismo. Un padre de familia dominante y estricto que nada dejaba
al azar, sin duda, pero que no duró más que su mujer, apuntó mentalmente Nuria
mirándole a los ojos vacíos de su foto. Las demás mostraban las distintas
edades del hombre Joao, con lazo y pantalón bombacho, o vestido de jinete, o
posando en el pupitre del colegio con un sacerdote detrás, o con atuendo de
tenista a la moda de Rene Lacoste, o montado en un carruaje Victoria con la que
podía ser su hermana, para la que ya entonces sonreír no parecía plato de
gusto. Nuria echó una ojeada al reloj, y viendo que las manillas habían
avanzado mucho más de lo que había previsto aceleró la búsqueda, de lo
particular a lo general, Nuria, no te entretengas, y cuando quiso apartar el
álbum para continuar buscando en la caja golpeó sin querer el jarrón, que cayó
echo añicos en el suelo. Si era un jarrón chino la civilización lo ha perdido
para siempre, Joao, pensó Nuria, quien lamentó su torpeza y se dispuso a
recoger los trozos mayores, no sea que los bordes quedaran afilados como
cuchillos y encima se cortara. Y en esas estaba cuando reparó en que junto a
varios de los fragmentos, la luz tornasolada de la lámpara rebrillaba en una
llavecita cuyas dimensiones le indicaron sin duda que no franqueaba el paso a
una vivienda, sino que más bien desvelaba los secretos de una pequeña caja
fuerte.
Pues no. Después
de revolver las cajas, de rebuscar en la mesa arriba y abajo, de palpar toda
esquina posible e imaginable en busca de una cerradura secreta, no encontró ni
caja fuerte ni de música ni nada que se le pareciera. Nuria sabía que la
respuesta tenía que estar ahí, ante sus ojos, porque para eso la desafió Joao,
sabedor de su regusto por los misterios. Y todo misterio, por muy grande que
sea, halla la solución en los pequeños detalles. Así que desechó la idea de lo
oculto y se centró en lo visible, en las cajas de cartón que contenían la vida
de Oliveira, y después de ennegrecerse las manos de polvo buceando entre
objetos de lo más disparatado, desde pelotas y raquetas de tenis a botas de
montar o cajitas de plata con sortijas y gemelos, estaba en condiciones de
describir a Joao como un hombre culto y refinado, con un gran gusto por el
deporte, la cultura y la filatelia, porque a los hatillos de cartas se le sumaban
varios álbumes con sellos, algunos con un siglo de antigüedad, seguramente
heredados de un familiar coleccionista. Nada como la escritura, se dijo Nuria,
a quien le pirraban los sellos y el olor de las cartas, como estas, fíjate qué
bien huele este papel, es de… Y al intentar pergeñar las características de los
sobres sus ojos dieron, como no podía ser menos, ese pequeño gran paso para la
solución del caso: todos, los más y los menos antiguos, marcaban como
destinatario a un Joao Oliveira con un apartado de correos.
A Nuria siempre
le había parecido que los mayores avances de la humanidad habían sido el
descubrimiento del fuego, la invención de la rueda y la implantación del
horario continuo de los supermercados. Podría haber añadido las medicinas que
dejaban su corazón al ralentí, o la medición del tiempo, o el cemento y el
ladrillo, pero ella, que era de carácter bipolar, soñadora tirando a racional,
no los valoró nunca en la misma medida: esas tres cosas le hacían fácil la vida
y ya está. Pues bien, al día siguiente añadió a esta lista esencial la apertura
de las oficinas de correos, que, mira por dónde, tampoco cierran en la hora de
la comida. Eso le permitió ir después de cumplimentar como dios manda su rutina
laboral, porque, como le enseñó su abuela siendo menuda como un durazno,
primero la obligación, luego la devoción. Y no está la vida para jugarse el
pan, rumió aquella mañana. Las siete horas y media fueron las más largas de su
vida, y le dio varias veces la sensación de que se estiraban como un chicle, o
de que un duende travieso se empeñaba en retrasar el reloj una y otra vez, pero
al final pasaron como pasa todo, sin posibilidad de retorno. Una vez en la
oficina de correos más cercana al trabajo y, por ende, a la casa de Joao, se
acercó a los apartados de correos. Un sinfín de pequeños habitáculos plateados,
como nichos numerados para palomas, tapizaban la pared. Los nervios se le
desbocaron cuando vio el número arado en las cartas, y se le terminaron de
acelerar cuando introdujo la llave y, con la banda sonora de un redoble de
tambores tronando en su cabeza, alehop, la cajita se abrió. Allí encontró otra
carta a su nombre, Enhorabuena Nuria, no esperaba menos de ti, acompañada de lo
que afirmaba ser un testamento. Y en ese instante supo que ahora sí, que el
contenido de ese documento debía ser revelado por la policía.
Nuria cruzó el
umbral de la comisaría como Núñez de Balboa, exploradora de los trasteros,
adelantada de Oliveira, con la carta con sus credenciales en la mano. Traigo
esto para el policía Castro, dijo con la rotundidad con la que se anunció la
buena nueva, y de paso señalando su preferencia sobre Bermúdez, que no por ser
el jefe le parecía mejor preparado. El custodio de la entrada no pareció
hacerle mucho caso, así que Nuria tuvo que insistir más que el arcángel,
imaginaos, Gabriel pegando alaridos, Pero María, ¿me quieres atender, que vas a
ser madreeeee? Pues así tuvo que ponerse la bibliotecaria, que a esas alturas
también farfullaba en arameo. Tanto insistió que, más que nada para que se
callara, el guardia de la puerta tecleó unos números y le dijo al auricular
Castro, por lo que más quieras, sal que tengo a una señora preguntando por ti y
es bastante insistente, no, no me queda muy claro lo que quiere, espera, ¿cómo
se llama?…., dice que es Nuria la bibliotecaria.
Cinco minutos
tardó Nuria en encontrar la mesa de Castro. Las indicaciones no eran, desde
luego, muy convincentes: arriba, primer piso, a la derecha, segundo pasillo, a
la izquierda, tenga cuidado no se vaya a confundir con las salas de
interrogatorios. Porque aunque no se confundiera, aquello era como un locutorio
de comerciales, decenas de personas cada uno con su mesa de uno de largo por
dos de ancho con su ordenador por delante. No imaginaba la bibliotecaria que
fueran necesarios tantos policías, investigadores y demás escalas oficiales sin
despacho propio para proteger una ciudad como esa, que tampoco se podía decir
que fuera Nueva York, pero ahí estaban, tecleando desaforadamente o hablando
por teléfono sin parar, todos y todas tan parecidos, como muñequitas de
recortable, ensimismados en la salvaguarda del orden y la ley. Tuvo que mirar
cada mesa una por una para comprobar que detrás del ordenador no estaba Castro
hasta que, por fin, sus ojos se cruzaron con los de ella. Y el fastidio se
transmutó en un alucinamiento temporal cuando Nuria le puso por delante los dos
legajos, la primera carta encontrada en su cajón y el Testamento de Joao
Oliveira, firmado por la Notaría de González y Narváez y fechada solo un mes antes.
Casto no dio
mayor importancia a la carta, ya que la autopsia no desvelaba trama criminal
alguna por mucho que Nuria se empeñara en insistir y además cabía la
posibilidad real de que Oliveira sufriera un trastorno mental. Nadie en su sano
juicio viviría como él siendo un rico heredero, con tanta roña y tanta mugre a
su alrededor, mendigando comida y durmiendo en un piso descascarillado, Nuria,
no estaba muy bien de la cabeza, afirmó el policía. Y sobre el testamento, una
llamada y cinco minutos le bastaron para obtener una cita urgente en el
despacho de los ilustres notarios, cuya secretaria les confirmó la existencia
de un documento de esas características rubricado por el individuo que Castro
le indicó y le invitó a pasarse por allí para comprobar su veracidad. Porque ya
puestos, explicó el policía, vamos a cerrar el caso con todos sus avíos, con
muerto, autopsia, testamento, herederos y responso. Y allá que se fueron los
dos previo aviso a Bermúdez, al que Castro despertó en su despacho para pedirle
la venia, que obtuvo entre las mascullaciones desganadas del superior
elaboradas como el que mastica tabaco.
El despacho de
González, que fue el que les recibió, era una estancia mucho más amplia que el
habitáculo donde Oliveira conservó sus pertenencias, profusamente decorada con
muchos más muebles y muchos más cuadros y marcos pero también de mucho peor
gusto, recargada de lámparas de cristal de estilo chocante, libracos de leyes
encuadernados en cuero, cortinones tipo café con borlas como llamadores, estanterías
de ébano y palisandro que amenazaban con desplomarse al piso inferior, de
pesadas y recias que eran, y alfombras tan gruesas que los zapatos se
camuflaban en ellas como un escorpión en la sabana africana. Y al frente de
tanto derroche sin sentido, sentado ante un escritorio a imitación del
Resolute, estaba el notario González, un hombre enorme y redondo, más parecido
a un luchador de sumo que a un letrado. Castro no pareció dejarse amedrentar
por el ambiente y, tras emitir un saludo correcto sin caer en el servilismo y
presentarse al notario y hacer lo propio con Nuria, le mostró el documento. Ah,
el testamento de Oliveira, dijo al ver el encabezado. Qué hombre tan insolito
–tanta ley y tanta alfombra para decir insolito, pensó Nuria-, quién iba a pensar
que necesitaría un testamento. Por tanto, certifica su autenticidad, señor
notario, inquirió Castro. Y el leguleyo, tras echar un vistazo al documento y
hacer diversas comprobaciones, asintió. Sí, es este sin duda. Firmado por mí
mismo, mire. Y el contenido se ajusta a las peticiones del señor legador, que
quería dejarle todas sus posesiones a una tal Nuria Cabral, que ahora que lo
pienso será usted –dijo, lanzando una miradita con cierto retintín a la
bibliotecaria-, y en caso de su fallecimiento a su casero. Decía que eran las
dos únicas personas en el mundo que lo merecían, aunque no sé muy bien qué,
dijo el notario antes de dejar escapar una risilla. Pues no se ría tanto, señor
González, afirmó contrariado Castro, a quien se le iba notando que no llevaba
muy bien a las personas con ínfulas de superioridad. Porque Nuria, que es ella
-confirmó Castro- es entonces la legítima heredera de una fortuna con la que
según tengo entendido podría comprar esta notaría y el barrio entero si le
diera la gana y le sobraría para contratarle como lacayo. Nuria, que hasta ese
momento había permanecido como en estado de shock, no pudo evitar una carcajada
al imaginar a ese abominable hombre de los pasteles embutido en una librea con
charreteras doradas y con un sombrero de copa, levantándolo y volviéndolo a
colocar sobre esa inmensa cabeza cada vez que la viera, como los monitos de
cuerda que vendían los ambulantes en la feria. Fuera como fuera, entre las
palabras de Castro y la actitud de Nuria se amasó un pastel que quebró la
risita de González, que ya fuera porque se bajó del burro o porque los subió a
ellos al suyo pasó a tratarles, sobre todo a la bibliotecaria, con guante de
plumas. Y tras recordarle a base de rimbombantes circunloquios su condición de
notario poco menos que del reino, se puso a su servicio para lo que fuera
menester, que algo caería, pensó. Pues sí, dijo de sopetón Nuria, pensando en
las múltiples influencias que atesoraría el engolado González e intuyendo la de
puertas que abrirían con un carraspeo, necesitaré que a la mayor brevedad
ultime usted la puesta a mi servicio de esa herencia. Agarró la pluma
estilográfica del notario, escribió su teléfono en un papel que tomó de la mesa
sin que nadie se lo ofreciera, se levantó firme y decidida, le tendió la mano
como si fuera la duquesa de Alba y con la misma seguridad se dio la vuelta,
dijo un resuelto Vámonos, Castro, que se hace tarde, y se fue mientras González
corría tras ellos asegurando que tendría noticias de él en breve.
Bueno, Nuria, ¿y
qué vas a hacer con tanto dinero?, le preguntó Castro a una Nuria capaz de
sorprenderle en cada giro argumental del caso. Pues pedir una excedencia
perpetua, dar la vuelta al mundo y luego ya se me ocurrirá algo, supongo que
contratar al mejor médico para que me termine de arreglar el corazón, no sé, ya
veré. Y tras despedirse de Castro, Nuria se encaminó hacia la biblioteca
tarareando la musiquilla del cierre de Se
ha escrito un crimen, pensando que esto ya no daba más de sí, aparte de
enterrar a Oliveira con los honores de un jefe de Estado y hacer el papeleo que
la desencadenara de la biblioteca.
Y tres días
después, exactamente los mismos que tardó en resucitar Jesucristo, Nuria seguía
sentada en su silla de ruedines, porque nada es tan fácil ni tan inmediato y
las peticiones oficiales tienen su curso. Pero ya puestos, poco le importaba
seguir un día más o menos, y más sabiendo que tenía, de golpe y porrazo, la
vida solucionada. ¿Que tenía que esperar quince días naturales? Pues nada, allí
estaba ella, dispuesta a atender a quien cruzara el umbral de la biblioteca con
su mejor sonrisa, ea. Y en esas estaba cuando ella llegó. Aunque estaba más
crecidita reconoció esos ojos de inmediato, como reconoció ese gesto. Sonreír
seguía sin ser plato de gusto para la hermana de Oliveira, esa a la que había
visto por primera vez en la foto del carruaje Victoria y que ahora se plantaba
delante de ella, con sus pasos de caballo trotón, con ademanes que amenazaban
tormenta y con unas arrugas en la frente que juraban que sus intenciones no
eran buenas. Hola Nuri, qué tal, abrió la boca la señora Oliveira, tomándose a
buches grandes la familiaridad que le daba la gana. Perdone, señorita, ¿quién
es usted?, respondió la ex bibliotecaria, negándose a rebajarse a su nivel de
chabacanería pero acertando de paso con el tiro en la diana. Señorita por poco
tiempo, nena, contestó la otra visiblemente ofendida. Soy doña Carmen Oliveira,
muy pronto prometida de don Cosme Cifuentes, el que era casero de mi hermano. Y
tan cortante y arisca como el cuchillo de un matarife, la hermana de Joao le
indicó que había sido notificada por parte de la notaría de González y Narváez
de su descalificación como heredera al haber aparecido el testamento donde se
notificaba el nombre de los agraciados, que ese mismo día visitó al casero de
su hermano para cerrar con él cualquier posible deuda dejada por su hermano y
que mira por dónde, como el amor es así, él le invitó a un café y una cosa
llevó a la otra… Y Nuria vio claramente a esa hermana mayor de Morticia Adams,
cariacontecida y compungida, vestida de luto riguroso pero ceñidita y
arreglada, plantada delante de ese casero viudo que no se había visto en una
igual en todos los días de su vida, derrochando virtud y zalamería ante los
ojos golositos de Cosme, que por si acaso la invitó a un café sin darse cuenta
de que, mientras él le quitaba el polvo a sus mejores tazas de porcelana,
Carmen tejía a su alrededor una tela de araña con hilo de arpillera. Me alegro
por ti, le espetó Nuria, a quien le traía al pairo la vida sentimental de la
señorita Oliveira. Y a mí me alegra verte tan bien del corazón, guapa, ya me ha
contado Cosme lo de tu enfermedad, bueno, lo de tu enfermedad y lo de todo, le
soltó la araña negra. Y mucho le costó a Nuria sostener la cara de as de oros
mientras Carmen le contaba con lujo de detalles que su hermano era un ser
observador hasta el hartazgo, que entre lo que ella le contó y lo que él vio
conocía su vida y su rutina al dedillo, y que encima solía tener un trato
humano cotidiano con su casero, a quien le fue narrando por entregas la vida y
obra de Nuria Cabral, bibliotecaria de pro. Y nada, guapa, que ya sabes que
estoy aquí y que no pienso irme, que seré tu sombra mientras que tu cuerpo
resista, cielo, rubricó antes de dar media vuelta e irse una Carmen a quien
Nuria revistió desde ese mismo momento con la piel de Inma Grese, la nazi
genocida.
Bueno, se ve que
soy la siguiente en su lista, se resignó Nuria. Y viendo ya la biblioteca como
su particular monte de los olivos y previendo una pasión de once días, decidió
que desde entonces iría y vendría al trabajo en autobús y que tras su viaje
tendría que variar algunas circunstancias vitales para dejar de ser la manzana
a la que apuntaba Guillermina Tell de Oliveira. Pero además, por si acaso,
sujetó con firmeza uno de los bolígrafos y tres folios en blanco, puso por el
envés de uno de ellos “para el policía Castro” y, dispuesta a seguir paso a
paso el camino de adoquines marcado por su antecesor Oliveira, comenzó a
redactar, Estimado Castro, me quieren matar.
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